En los últimos años nos hemos acostumbrado a escuchar en las noticias televisivas y en los periódicos nacionales un discurso de odio en contra del empleado público.
Más recientemente hemos visto como este discurso ha crecido y se ha convertido en el énfasis de la boca de muchos diputados y políticos, hasta llegar a replicarse, como si fuera un axioma ideológico, en las redes sociales. Hoy en día es casi obligatorio hablar mal del empleado público.
Finalmente, incluso personas que se manifiestan en las calles, debido a la violencia del estado en contra de las clases medias y pobres de este país, atacan el empleado público.
Pero no nos hemos sentado a pensar, ¿quién es el empleado público?
En primer lugar, un empleado público puede ser mi primo, mi tía, mi amigo, mi hermano, mi vecino. Quizá esa persona tiene un salario estable y se ha endeudado y tiene casa propia, un carro y algunos ahorros. ¿No es eso algo que merecen todas las personas?
Pero ellos no son los únicos empleados públicos. Existen otros empleados públicos que no se nos ha enseñado a ver como empleados públicos y no nos han acostumbrado a juzgarles de una manera tan dura ni a llamarlos a cuentas, así como lo hacemos con nuestros amigos y vecinos.
No debemos olvidar que el presidente de la república, los ministros, los diputados y todos los altos jerarcas de nuestras instituciones públicas son empleados públicos, esto a pesar de que se nos ha acostumbrado a llamarles “miembros de la clase política”.
En síntesis, nos han hecho creer que existen las siguientes clases sociales: la élite política o los ricos del país, la clase política que está al servicio de esa élite, los empleados públicos que son los culpables de todo lo que pasa en este país, una clase que la pulsea en el sector privado o por insertarse en este y la clase pobre.
Pero, ¿quién administra el Estado? ¿Mis vecinos y amigos que son empleados públicos o la mal llamada clase política?
El problema del Estado no es el tamaño del Estado, sino el modelo de administración. Puede darse una buena o una mala administración de las finanzas personales, familiares o públicas. Pero la culpa de la mala administración no recae en quien es contratado para brindar un servicio, sino en quien regula el funcionamiento de ese servicio y su enfoque de la administración pública. Sin embargo, quien quien regula los servicios de una institución es parte de la mal llamada clase política y esta está exonerada del llamado a cuentas, aunque recaiga sobre ella la indignación general.
De ahí que, como se dice popularmente, debamos aprender a agarrar el toro por los cuernos. Los empleados públicos comunes y corrientes no tienen la culpa de la mala administración del Estado, sino esa clase política y esa élite de ricos que quieren adueñarse de todo lo que genere riqueza dentro del Estado