Las protestas en Estados Unidos representan algo más que una reivindicación de las personas afroamericanas y una reacción legítima en contra del racismo.
Estas protestas constituyen el síntoma más evidente del fracaso de ciertas élites occidentales, que están siendo derrotadas en la tercera guerra mundial.
Estas élites son las que le impusieron el discurso de la democracia liberal a Nuestra América y el mundo occidental, después de 1950.
Este discurso implantó un carácter de doble moral y de lo “políticamente correcto” que caracteriza un quiebre progresivo de nuestras relaciones humanas.
La “democracia liberal” es tan solo un relato a partir del cual Estados Unidos afirmaba como democracias a los gobiernos sometidos a sus intereses, justificaba como tiranos a aquellos cuyas formas de organizarse políticamente fueran en contra de sus dictados imperiales y “legitimaba” la imposición de dictaduras “transicionales”, que fueran capaces de conducir a las naciones que se oponían a sus mandatos, hacia la “democracia liberal”.
Toda la cívica ha sido un juego para reafirmar a Estados Unidos y las élites que le son leales. Esto es evidente en las primeras dos décadas del siglo XXI, cuando este discurso ya no le es tan funcional a Estados Unidos y ha promovido la instauración de la tiranía moderna como la mejor forma de gobierno y la piratería como una de sus principales instituciones.
Los principios básicos de la “democracia liberal” son: a. ciertos derechos naturales, principalmente el derecho a la propiedad; b. ciertos derechos civiles, entre estos “libertad de prensa”, “libertad de expresión” y libertad de tránsito; c. el derecho legítimo a la resistencia popular; d. un sistema de democracia representativa, basado en un sistema electoral; e. la división de los poderes del estado en ejecutivo, legislativo y judicial.
Este discurso, durante la segunda mitad del siglo XX iba dirigido en contra de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS) y todo lo no-occidental (países no alineados, grupos disidentes en Estados Unidos y Occidente, en Nuestra América, indígenas, organizaciones autónomas, etc.).
En el fondo a Estados Unidos no le interesaba su promoción de la “libertad” de la “democracia liberal”, tanto como la imposición de ciertos criterios capaces de frenar el avance de cualquier tipo de pensamiento que fuera en contra de sus intereses.
Su lo sedimentaba incluso en lo que la gente hacía y decía de la política, su doble discurso, su asimilación de “lo políticamente correcto”, derivada de muchos millones de dólares invertidos en conductismo político.
Al caer la URSS (1991), Estados Unidos se considera a sí mismo como un nuevo hegemón mundial. Cree que ya no tiene oposición significativa y los discursos de la “democracia liberal” entran en crisis.
El derecho a la propiedad comienza a entenderse como el de sus elites y sus aliados. La “libertad de prensa” y la “libertad de expresión”, una pantomima de dominación de las masas populares y son reprimidas, incluso en medios como la Internet. Se reduce al mínimo posible el derecho de resistencia legítima de los pueblos, primero satanizando la protesta y declarando terroristas a agrupaciones y manifestantes y luego imponiendo legislaciones que pasan por encima de los derechos laborales, como la reciente Reforma Procesal Laboral en Costa Rica. Los sistemas electorales evidencian aún más el carácter ritual y justificatorio de la obligación política, en lugar de la elección. Finalmente, las elites vasallas de Estados Unidos, en países de Nuestra América como Costa Rica, han atravesado los tres poderes de la república para imponer políticas tiránicas que tiendan a proteger sus propios intereses y los de las empresas trasnacionales.
Este fracaso de la “democracia liberal” se torna mayor cuando, ya no solo en Nuestra América y el llamado “mundo occidental”, Estados Unidos impone estos criterios. Luego de darse cuenta, en 1998, de que no es un hegemón económico y que su deuda externa con China es insostenible, se dio a la tarea de conquistar el Medio Oriente y someterlo a su poder arbitrario.
Lo que hoy Estados Unidos está viviendo en su propio territorio es lo que ha promovido en Siria, Irak, Afganistán y otras partes del mundo con cierta importancia geoestratégica, como Libia y Yemen.
La tiranía como la mejor forma de gobierno legítimo va en contra de toda la tradición occidental que justificaba el discurso de la “democracia liberal” y su imposición de “lo políticamente correcto”. Desde Aristóteles, todo el pensamiento estipulado como el canon de la política occidental a partir de 1950, ha censurado a la tiranía como la peor forma de gobierno y la han catalogado como un gobierno ilegítimo.
El modelo de gobierno que promueve Estados Unidos en el mundo ya no puede ser entendido como una oligarquía, porque sus intereses mezquinos, sus discursos retrógrados y la brutalidad de sus mecanismos, trasciende incluso la categoría de oligarquía.
Los tiranos modernos solo son la cara de un élite corporativa que constituye al verdadero tirano. Donald Trump (Estados Unidos), Alejandro Giammattei (Guatemala), Nayid Bukele (El Salvador), Carlos Alvarado (Costa Rica), Jair Bolsonaro (Brasil), entre otros, son solo la cara que defiende grupos e intereses económicos que están siendo derrotados en la tercera guerra mundial.
La tiranía se caracteriza porque el tirano gobierna para sí mismo, impone un régimen injusto. Busca el interés privado. Desprecia el bien común. Agravia a los gobernados, tanto en lo que concierne a los bienes corporales (derechos básicos) como espirituales (culturales y educativos). Lleva a la ruina la riqueza común, el estado de bienestar, el commonwealth, el estado social de derecho. Obstruye las ventajas de los gobernados que no pertenecen a su círculo de influencia. Sospecha más de las personas honestas que de las corruptas y a estas últimas concede cargos en su gobierno. Teme a la virtud o el pensamiento crítico, porque promueven la no tolerancia de las injusticias. Trata de romper los lazos de amistad y la organización de los movimientos sociales y colectivos de oposición. Genera discordia entre las personas gobernadas. Prefiere que los individuos tengan desconfianza entre sí y actúen unos contra otros, para que no puedan conspirar en contra de su dominio.
Todas estas características no son antojadizas. Las encontramos en los escritos de muchos autores que pertenecieron al canon de la teoría política occidental de la segunda mitad del siglo XX y a partir de quienes se nos enseñó a pensar la “democracia liberal”. Están presentes en Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, John Locke y Jean Jacobo Rousseau, entre otros.
Las manifestaciones en Estados Unidos son una protesta de la sociedad civil en contra de la máxima expresión de la tiranía en el “país de la libertad”. El “país democrático” con mayor violencia policial legitimada en el mundo. Un país con incomensurables brechas entre la pobreza y la riqueza.
Donald Trump ha cosechado una derrota tras otra. Desde 2018 viene perdiendo batallas económicas y tecnológicas con China. En enero de 2020 perdió la guerra en el Medio Oriente con Irán; su papel definitorio de “lo políticamente correcto” en la política internacional, debido a su pésima gestión del COVID-19 como un arma de guerra.
Ahora está perdiendo una guerra en contra, no solo de la sociedad civil estadounidense, contra la cual podría accionar empleando las fuerzas de las milicias paramilitares y supremacistas blancas que le sigue y están armadas; la Guardia Nacional y el Ejército. Está perdiendo una guerra contra ciertos intereses políticos y económicos que conducen a la fragmentación de la nación ante el fracaso del proyecto imperial de Estados Unidos. Una fragmentación que no se se pronostica en términos ideológicos, sino incluso geográficos.
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